La solemnidad de Todos los Santos como la conmemoración de los Difuntos,
son dos celebraciones que recogen en sí, de un modo especial, la fe en la la
vida eterna. Y aunque estos dos días nos ponen delante de los ojos lo
ineludible de la muerte, dan, al mismo tiempo, un testimonio de la vida.
El hombre, que según la ley de la naturaleza está "condenado a la
muerte", que vive con la perspectiva de la destrucción de su cuerpo, vive,
al mismo tiempo, con la mirada puesta en la vida futura y como llamado a la gloria.
La solemnidad de Todos los Santos pone ante los ojos de nuestra fe a
todos aquellos que han alcanzado la plenitud de su llamada a la unión con Dios.
El día que conmemora los Difuntos hace converger nuestros pensamientos hacia
aquellos que, dejado este mundo, esperan alcanzar en la expiación la plenitud
de amor que pide la unión con Dios.
Se trata de dos días grandes para la Iglesia que, de algún modo,
"prolonga su vida" en sus santos y también en todos aquellos que por
medio del servicio a la verdad y el amor se están preparando a esta vida.
Por esto la Iglesia, en los primeros días de noviembre, se une de modo
particular a su Redentor que, por medio de su muerte y resurrección, nos ha
introducido en la realidad misma de esta vida.
No llores si me amas... Si conocieras el don de
Dios y lo que es el cielo... Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme
en medio de ellos... Si por un instante pudieras contemplar como yo la belleza
ante la cual las bellezas palidecen... Créeme. Cuando llegue el día que Dios ha
fijado y conoce, y tu alma venga a este cielo en el que te ha precedido la
mía... Ese día volverás a verme... Sentirás que te sigo amando, que te amé y
encontrarás mi corazón con todas sus ternuras purificadas. Volverás a verme en
transfiguración, en éxtasis, feliz... Ya no esperando la muerte, sino avanzando
contigo, que te llevaré de la mano por los senderos nuevos de luz y de vida.
Enjuga tu llanto y no llores si me Amas.
San Agustín
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