domingo, 18 de septiembre de 2011



                         Parabola del llamado a trabajar en la Viña del Señor
Nos hemos acostumbrado tanto , a la lucha por las reivindicaciones sociales, salario digno, a igualdad de trabajo y de tiempo , salario correspondiente, por eso la Parábola de este Domingo, nos desequilibra, si intentamos entenderla desde el punto de vista humano, no lo vamos a lograr, esta Parábola no presenta a Dios como un patrón caprichoso, que hace lo que quiere con su dinero
. Al principio se describen las contrataciones tal como sucedían en la realidad cotidiana; al final, en cambio, la actitud extraña y provocativa del dueño exige que pasemos a comprender el relato desde otra óptica, desde la óptica de Dios.
«El Reino de los cielos se parece a…» algo muy raro, algo que no se da en nuestro mundo, a la generosidad infinita de Dios. y nos pide que nosotros también dejemos de contar y compararnos con tanta precisión, que nos dediquemos a trabajar su viña con espíritu misericordioso, generoso ,sin buscar recompensa, y con el deseo sincero y profundo de Servir al Señor, sirviendo al hermano
Todos son llamados, todos sin excepción, porque no es lo importante la cantidad de trabajo, el número de horas, sino la posibilidad misma de trabajar, de vivir, totalmente entregado a Dios. La auténtica recompensa no es el denario, el jornal; el verdadero don de Dios es poder seguirlo, poder estar trabajando por el Reino
El Señor llama a todos por igual, ojala todos puedan oír y responder con prontitud a ese llamado, para hacer de la Viña del Señor un lugar donde valga la pena vivir, donde se contemplen los derechos de todos nuestros hermanos, y cada cual pueda mantener a su familia con dignidad, donde se de la solidaridad y el amor, donde seamos capaces de amar como Dios nos ama

Dios nos ama tanto y es tan misericordioso que regala el Cielo y la salvación por igual a los que le siguen desde el principio con rectitud, que a los que le encuentran más tarde o se desvían el camino, si al final se vuelven de nuevo hacia Él.

martes, 6 de septiembre de 2011

El Diaconado Permanente


El Diaconado permanente, restablecido por el Concilio Vaticano II en armonía con la antigua Tradición y con los auspicios específicos del Concilio Tridentino, en estos últimos decenios ha conocido, en numerosos lugares, un fuerte impulso y ha producido frutos prometedores, en favor de la urgente obra misionera de la nueva evangelización. La Santa Sede y numerosos Episcopados no han cesado de ofrecer elementos normativos y puntos de referencia para la vida y la formación diaconal, favoreciendo una experiencia eclesial que, por su incremento, necesita hoy de unidad de enfoques, de ulteriores elementos clarificadores y, a nivel operativo, de estímulos y puntualizaciones pastorales. Es toda la realidad diaconal (visión doctrinal fundamental, consiguiente discernimiento vocacional y preparación, vida, ministerio, espiritualidad y formación permanente) la que postula hoy una revisión del camino recorrido hasta ahora, para alcanzar una clarificación global, indispensable para un nuevo impulso de este grado del Orden sagrado, en correspondencia con los deseos y las intenciones del Concilio Vaticano II.

El servicio de los diáconos en la Iglesia está documentado desde los tiempos apostólicos. Una tradición consolidada, atestiguada ya por S. Ireneo y que confluye en la liturgia de la ordenación, ha visto el inicio del diaconado en el hecho de la institución de los «siete», de la que hablan los Hechos del los Apostoles (6, 1-6). En el grado inicial de la sagrada jerarquía están, por tanto, los diáconos, cuyo ministerio ha sido siempre tenido en gran honor en le Iglesia.(14) San Pablo los saluda junto a los obispos en el exordio de la Carta a los Filipenses (cf. Fil 1, 1) y en la Primera Carta a Timoteo examina las cualidades y las virtudes con las que deben estar adornados para cumplir dignamente su ministerio (cf. 1 Tim 3, 8-13).(15)

La literatura patrística atestigua desde el principio esta estructura jerárquica y ministerial de la Iglesia, que comprende el diaconado. Para S. Ignacio de Antioquia, una Iglesia particular sin obispo, presbítero y diácono era impensable. Él subraya cómo el ministerio del diácono no es sino el «ministerio de Jesucristo, el cual antes de los siglos estaba en el Padre y ha aparecido al final de los tiempos». «No son, en efecto, diáconos para comidas o bebidas, sino ministros de la Iglesia de Dios». La Didascalia Apostolorum(17) y los Padres de los siglos sucesivos, así como también los diversos Concilios y la praxis eclesiástica testimonian la continuidad y el desarrollo de tal dato revelado

11. De la identidad teológica del diácono brotan con claridad los rasgos de su espiritualidad específica, que se presenta esencialmente como espiritualidad de servicio.

El modelo por excelencia es Cristo siervo, que vivió totalmente dedicado al servicio de Dios, por el bien de los hombres. El se reconoció profetizado en el siervo del primer canto del Libro de Isaías (cf. Lc 4, 18-19), definió expresamente su acción como diaconía (cf. Mt 20, 28; Lc 22, 27; Jn 13, 1-17; Fil 2, 7-8; 1 Pt 2, 21-25) y mandó a sus discípulos hacer otro tanto (cf. Jn 13, 34-35; Lc 12, 37).

La espiritualidad de servicio es una espiritualidad de toda la Iglesia, en cuanto que toda la Iglesia, a semejanza de María, es la « sierva del Señor » (Lc 1, 28), al servicio de la salvación del mundo. Precisamente para que la Iglesia pueda vivir mejor esta espiritualidad de servicio, el Señor le da un signo vivo y personal en el hacerse Él mismo siervo. Por esto, de manera específica, ésta es la espiritualidad del diácono. Él, en efecto, por la sagrada ordenación, es constituido en la Iglesia icono vivo de Cristo siervo. El centro y fundamento de su vida espiritual será, pues, el servicio; su santidad consistirá en hacerse servidor generoso y fiel de Dios y de los hombres, especialmente de los más pobres y de los que sufren; su compromiso ascético se orientará a adquirir aquellas virtudes que requiere el ejercicio de su ministerio.

jueves, 1 de septiembre de 2011



EL SEÑOR NOS AMA Y DESEA NUESTRA SALVACION

En el Evangelio de este Domingo , el Señor, resalta la importancia de la Comunidad y de la Oración confiada
y nos invita a ocuparnos de la salvación del otro. La corrección fraterna también es signo de amor. No vivamos en una burbuja ocupándonos solo de nosotros.
Una parte de esta enseñanza consiste en corregirnos, señalarnos nuestras incoherencias, nuestras deficiencias, nuestros pecados. Así que estar a la escucha de la enseñanza de Jesús incluye necesariamente estar abiertos a su corrección. Y, al habernos confiado su misión, nos enseña y corrige por medio de su comunidad, que es su Cuerpo y en la que nos insertamos como miembros vivos. Somos una comunidad de fe: es precisamente nuestra fe en Jesús como Mesías lo que nos congrega y vincula, y esa es nuestra dicha, nuestra bienaventuranza; pero somos una comunidad en camino, una comunidad de hombres y mujeres que todavía no han llegado a la perfección, que necesitan seguir aprendiendo y creciendo en el seguimiento de Jesús. Y todo esto significa que somos corresponsables unos de otros. Aunque cada uno es responsable de sí mismo, no es cierto que cada uno responde en exclusiva de sí mismo, porque la responsabilidad que Jesús nos ha confiado, esas llaves entregadas a Pedro, esa misión que todos debemos llevar adelante, tiene mucho que ver con la preocupación por los demás. Jesús nos lo enseña hoy, con realismo, de manera directa y explícita: la corrección fraterna es parte esencial de la vida de la comunidad de los discípulos, de la comunidad eclesial.
Desde luego es un encargo difícil: precisamente por nuestra condición de pecadores estamos necesitados de corrección; pero es esa misma condición la que nos dificulta la tarea: primero, porque el pecado se manifiesta en la tendencia a desentenderse de los demás; en segundo lugar, porque, sabiéndonos pecadores, ¿qué autoridad tenemos nosotros para amonestar o llamar la atención a nadie? Y, sin embargo, Jesús insiste en este importante deber. Lo hace en línea con la tradición profética, que nos recuerda, por boca de Ezequiel, que, si bien, es el propio pecador el responsable de su perdición, el que se da cuenta de ello y no hace nada para evitarlo, poniéndolo en guardia, se hace corresponsable de esa perdición.
“Puede darse el caso que yo pronuncie sentencia de muerte contra un malvado; pues bien, si tu no hablas con él para advertirle que cambie de vida, y él no lo hace, ese malvado morirá por su pecado, pero yo te pediré a ti cuentas de su muerte. Si tu, en cambio adviertes al malvado que cambie de vida, y él no lo hace, él morirá por su pecado, pero tu salvaras tu vida. Ezequiel33, 8-9
Una manera de superar esta dificultad puede consistir en que nos pongamos en primer lugar, no en el lugar del que ha de corregir, sino en el del corregido. Sabiéndome limitado, imperfecto y pecador, tengo que estar abierto a que me ayuden a superarme mediante la corrección fraterna. Este es también un arte difícil: implica no sólo la humildad de reconocer mis limitaciones, sino también, lo que se nos hace más cuesta arriba, reconocerlas ante los demás, incluso permitir que ellos me las descubran. Con frecuencia nos volvemos herméticos a las observaciones de los otros, nos defendemos de ellas sea con malos humores y agresividad, sea con indiferencia y soberbia; como si fuéramos ya perfectos y no estuviéramos necesitados de esa ayuda que estimula nuestro crecimiento cristiano.
Cuando nos ejercitamos en esta apertura y capacidad de escucha a esa enseñanza difícil de la corrección fraterna que otros nos dirigen, aprendemos también a construir la comunidad haciéndonos responsables de los demás, ayudándolos con humildad a superar sus propias debilidades. Jesús nos indica una sabia pedagogía, que parte de la discreta conversación personal (pues hay que evitar en lo posible poner a nadie en evidencia); continúa, si es preciso, apelando a la confirmación de unos pocos testigos (lo que nos puede ayudar también a mirar más objetivamente al problema); y, sólo en el caso extremo, acudiendo a la mediación de toda la comunidad. En todo el proceso, queda siempre a salvo el respeto a la autonomía de cada uno. Si el interpelado no hace caso a nadie, él mismo se pone fuera de la comunidad. Y es que, aunque todos seamos responsables unos de otros, sigue siendo verdad que, al final, cada uno es responsable último de sí mismo.

Hermanos, que estas líneas sean capaces de hacernos meditar, de cambiar comportamientos, vivir en comunidad, preocupándonos por cada uno de nuestros hermanos.

QUE EL SEÑOR NOS BENDIGA, GUARDE E ILUMINE. AMEN