viernes, 22 de abril de 2011

VIERNES SANTO
Cuando surge el sufrimiento en nuestra vida, nos preguntamos espontáneamente: «¿Por qué?». Podríamos pensar que aquel que viniera al mundo para revelarnos el designio de Dios sobre nuestra existencia y mostrarnos el verdadero camino jamás habría empleado esta interrogante. En realidad, nunca ha existido un «¿Por qué» que haya sacudido del mismo modo el universo, provocando al cielo, como aquel que salió de la boca de Jesús crucificado. En este grito, todos los «por qué» de los hombres encuentran su máxima expresión. Aun cuando el Padre pareciera ausente, no habría podido permanecer sordo ante la voz de su propio Hijo. Elevado desde la cruz, el «¿por qué?» tenía una enorme resonancia; estaba seguro de obtener una respuesta válida para todos, respuesta definitiva a todas las interrogantes que suben del corazón a los labios de tantos hombres.

Aquel que sufre desea saber por qué sufre. Únicamente a Dios puede dirigir con insistencia la pregunta, porque con su omnipotencia Él es responsable de todos los hechos que condicionan la vida humana. Se trata de un Dios que es Padre y manifiesta su afecto paterno con las intervenciones de su Providencia. Preguntarse «¿por qué?» significa por tanto preguntarse por qué un amor tan grande no nos ahorra los dolores. Plantear semejante pregunta puede parecer un reproche, una señal de descontento, una acusación que pone en duda la bondad divina. Y sin embargo el solo hecho de preguntarse «¿por qué?» no expresa reproche ni crítica; es la apertura de un diálogo. La intención de tener más luz y comprender mejor es perfectamente legítima. Dios mismo dio al hombre la inteligencia, con la capacidad de hacer preguntas; quiso compartir con él la sabiduría, que es su tesoro divino. En la cruz, el Hijo de Dios mostró que el hombre tiene derecho a preguntarse «¿por qué?»; con su ejemplo, alentó a los hombres por el camino de esta audacia, testimonio de un amor filial lleno de confianza.
El «¿por qué?» pronunciado por aquel que fuera elevado en la cruz entraba en él marco de la intimidad filial que une a Jesús con el Padre y no podía ser señal de un afecto filial menor. Contribuía a revelar el misterio del Hijo. Ciertamente, en el momento del Calvario, el Padre permaneció en silencio; no hizo sentir su propia voz en respuesta a la pregunta del Hijo. No hay alusiones a la misma en los relatos evangélicos, como en el momento del bautismo o la Transfiguración; pero el evento del tercer día basta para mostrar la acogida del Padre a la plegaria del Hijo: nada faltó en el triunfo de la resurrección.
El «¿por qué?» de la cruz era peculiar no sólo por el hecho de ser pronunciado por el Hijo en el sacrificio de salvación, sino también por ser el grito de un inocente. Como tal, Jesús no habría podido merecer un castigo de sufrimiento y muerte. En su caso, la santidad era perfecta, jamás disminuida ni ofuscada por el pecado. En sus dolores, da testimonio de que el sufrimiento no es dado en proporción a los pecados cometidos. Jesús además recibió la respuesta más completa, respuesta que sólo podía llegar después de la muerte. Con la resurrección, todas las perspectivas se transformaron; pero permanece la verdad de Jesús debiendo enfrentar la muerte en las condiciones ordinarias de la vida terrenal. Por este motivo, el «¿por qué?» pronunciado en la cruz es cercano a nuestros «¿por qué»? y nos arroja nueva luz sobre el significado de todos los aspectos dolorosos de nuestra vida

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