(Reflexión sobre el Evangelio de este Domingo)
He aquí una situación típica en la que cualquiera de nosotros podría reconocerse con facilidad: un familiar cercano enfermo y en grave peligro de muerte, y encima joven, un niño o una niña, con toda esa vida que debería tener por delante, amenazada de un prematuro final. La impotencia ante la muerte es una situación típica para acudir a Dios, pedirle la curación; y, en un caso como el del evangelio, casi exigírsela; porque, si para nosotros, los seres humanos, la muerte es siempre percibida como una injusticia que no debería suceder, tanto más si se trata de alguien que apenas ha podido estrenar su propia vida.
En el texto de Marcos que hemos escuchado Jesús acoge y responde a la angustiada petición de Jairo, el hombre importante que, ante la enfermedad de su hija, nada puede hacer, más que suplicar. Es muy posible que todos nosotros hayamos rezado en alguna ocasión con angustia, pidiendo por la vida de un ser querido o cercano, sin que, aparentemente, hayamos obtenido respuesta. La oración de petición por la vida amenazada de nuestros seres queridos es su forma más dramática, precisamente porque percibimos la muerte como el “mal irremediable”.
Si queremos entender el sentido de este milagro de Jesús, tenemos que tratar de descubrir su significado profundo, el que trasciende el favor personal que recibió Jairo, su hija y su familia, y que adquiere significado para todos nosotros, para nuestra comprensión en fe de la persona de Jesucristo y del modo de actuar de Dios en nuestro favor. Porque los milagros de Jesús hay que entenderlos, no, sobre todo, como favores personales que hace a unos, mientras se los deniega a otros (¿por qué a él sí y a mí no?, cabría siempre protestar), sino como signos salvíficos que nos ayudan a comprender quién es Jesús como Mesías y Salvador de todos.
La vida eterna no es una mera vida sin fin, sino una vida plena, liberada de la amenaza del mal y de la muerte, una vida en comunión con Dios en Cristo Y, puesto que Cristo se ha hecho hombre y vive con nosotros, podemos empezar ya en este mundo caduco a gozar de la vida eterna: una vida como la de Cristo basada en el amor, abierta a todos, a favor de todos, en la que, como el Dios Creador, no destruimos, ni gozamos destruyendo, sino que estamos al servicio de la vida, de la justicia, viviendo con la generosidad a la que nos exhorta Pablo.
Ante la muerte humana, ante nuestros muertos, ante nuestra propia muerte Jesús afirma: no están muertos, están dormidos. Y luego añade “contigo hablo, levántate”; o, con otras palabras: “Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz” Así es si participamos ya, por la Palabra y los Sacramentos, en la muerte y resurrección de Jesucristo, si tratamos de seguirlo en esta vida, si procuramos vivir como Él nos ha enseñando. Está claro que para que la muerte sea sólo eso, una dormición que nos abre a la vida plena.
Oremos a la Virgen Madre, pidiéndole que interceda por los más necesitados , de amor, de asistencia, de cuidados.
Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida. AMEN
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